diciembre 19, 2007

Habitación 304

Al último asado en la Ciudadela fueron todos los pitucos portando chicas con Carolina Herrera. Por supuesto que Johnnie.

Y tuvo que preparar jugos con granadina en polvo. Tuvo que poner a hervir una Coliflor. Tuvo que cantar una falta con veintiséis. Y tuvo que encularse a la señora de Vidal, porque Vidal no sabía ponerle el cascabel a un gato en medio de la lluvia.

Después de eso levantó una copa y brindo en voz alta, para que todos oyeran, pero se acordó de la Sopapa cantando en una terraza del East Village y las piernas lo abandonaron cuando la banda empezaba a tocar su canción. Se cayó sobre el mantel de hule, oliendo a la Habana vieja, a tetas morenas y a Ron sin infectar.

Alguien lo acercó al hospital, y estuvo mucho más cómodo en la habitación 304 que en el asado donde los perros se comían la mejor carne.

La enfermera resultó ser compañera de viaje en Centroamérica de un amigo que había dejado de ver cuando se lo llevaron de Manhattan porque descubrieron que tenía pasaporte musulmán y era judío.

With the Memphis blues again

En San Cristóbal, el barrio, había un tipo que decía ser Bob Dylan. Johnnie fue a darle el pésame.

“Eres demasiado blando para ser Bob, aunque la chaqueta no te queda mal”.

El tipo dejó correr una lágrima, y se arrinconó junto a la biblioteca de miniaturas rusas traídas por su abuelo de un pueblo de Ucrania en el año 47.

“Igual todavía te falta estrellar varias motocicletas” dijo Johnnie sonriendo, antes de bajar treinta y dos peldaños hasta Carlos Calvo para ponerle mostaza a un sándwich de vacío.

En eso estaba cuando la Maltesa cubana le cambio el color al mediodía. La turra había hecho un largo camino para dormir con el tipo que decía ser Bob.

“Ya habrá tiempo para reflexionar Johnnie, pero quiero ir con Roberto a todas las manifestaciones, antes de que sea demasiado tarde y se escuche nuestro silencio”
Demasiado tarde para convencerla de cualquier cosa. Al menos el tipo tenía una bonita chaqueta de cuero para conquistarla.

noviembre 27, 2007

La Sopapa Maltesa

Si grita es porque mil esquirlas le han ido recortando el esqueleto, y su estilo no es el de un bandido de retazos. Johnnie no tolera la vanguardia, porque fue él quien la inventó y le dio la difusa forma con la que hoy arrastra de las narices a decenas de babosos.

Fue él quien le enseñó a cantar a la Sopapa en St Marks Street y en Coney Island, cuando la princesita estaba lista para ser una prostituta mas en las calles de la Habana. Y le enseñó porque le gustó lo que veía cuando la Sopapa sonreía, dejando esos huecos descomunales, indescifrables, babosos y redondos en las mejillas. Sabía que terminaría arrodillada, pero le enseño a afinar entre la niebla, en los confines de esas noches en las que cualquiera apostaría su novia con tal de estar en la vereda soplando unos tragos.

Cuando la Sopapa pudo cantar sola, eligió la autopista que lleva al norte, donde en cada casa se puede encontrar una despensa con suficientes latas de atún para alimentar al séptimo de caballería. Ahí se movía bien esa zorra, mejor que en la cama de sábanas de nylon del cuarto húmedo de Johnnie.

En ese momento, la pérdida no le dolió más que un buen vaso de vino tinto volcado en la entrepierna. Ya había estado bien de canzonetas por un rato.